lunes, 30 de enero de 2012

Martín Luis Guzmán: Su vida y su obra tejida al "Ateneo de la juventud"







El 22 de diciembre de 1976, a los 89 años de edad, murió en su oficina en la colonia Juárez de la ciudad de México uno de los más certeros narradores y cronistas de la Revolución mexicana. Martín Luis Guzmán realizó a través de sus obras un análisis profundo y sin concesiones sobre la Revolución y sus contradicciones. Retrato como pocos la degradación y descomposición de un sistema que se afianzó en el poder al término de la lucha armada, cuyos miembros construyeron una nueva forma de legitimación y de ejercicio del poder. El escritor, nacido en Chihuahua en 1887, logró con su obra desentrañar estos mecanismos de la política mexicana, comprendió la brutalidad del régimen revolucionario que había dejado atrás las reivindicaciones populares y los postulados iniciales de la lucha.
Martín Luis Guzmán conoció desde adentro la lucha revolucionaria; en el ejército villista alcanzó el grado de coronel. Después de un exilio de 1923 a 1937, regresa a México y “ coadyuvó a forjar una tardía unidad de los líderes de las distintas facciones revolucionarias, fundamento de la Revolución institucionalizada y sus actos de ecumenismo revolucionario” (Beatriz Alcubierre Moya y Jaime Ramírez Garrido, “Martín Luis Guzmán: a la sombra de la Revolución”, Revista Nexos, diciembre 2011).
Con un incansable trabajo intelectual, como diplomático, político, funcionario y escritor, Martín Luis Guzmán se consideraba a sí mismo un periodista ante todo. Sus obras literarias incluyen El águila y la serpiente (1926), Filadelfia, paraíso de conspiradores (1938), Memorias de Pancho Villa (1951),Muertes Históricas (1958) y Febrero de 1913 (1963). Su obra más célebre es La sombra del caudillo, escrita en 1929. En ella narra, con personajes ficticios, un suceso real: el asesinato del general Francisco R. Serrano. Este general revolucionario se lanzó por la presidencia de la República en 1927, provocando una disputa con el general Álvaro Obregón, quien pretendía suceder a Plutarco Elías Calles. La decisión de Obregón de buscar un segundo periodo en el cargo, vulneraba el principio de no reelección que fue la bandera del movimiento revolucionario de 1910. Con un reflejo fiel en la realidad, los personajes de la novela retratan de manera descarnada el entramado político y las traiciones al interior de la “familia revolucionaria”.
En 1958, el autor recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Literatura y Lingüística. Paradójicamente, dos años después La sombra del caudillo sería llevada al cine, permaneciendo “enlatada” durante 30 años debido a la censura. El sistema no tenía miedo al restringido círculo de lectores, pero sí a un medio que podía alcanzar un mayor número de personas como lo es el cine; por un lado reconocía la labor de Martín Luis Guzmán y por el otro silenciaba la crítica.
El poeta José Gorostiza, en ocasión del cumpleaños 80 de Martín Luis Guzmán, describió al intelectual como un hombre en el cual “coinciden tres personas: el revolucionario, el escritor y el hombre de acción”.
En 1959 es nombrado por el presidente Adolfo López Mateos como presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg). En su juventud, Martín Luis Guzmán perteneció al Ateneo de la Juventud, parte de esta experiencia la retoma en su puesto vitalicio al frente de la Conaliteg, recuperando además la experiencia de José Vasconcelos al frente de la SEP. Los libros de texto cumplieron con una doble función, por un lado pretendían otorgar la misma posibilidad a todos los niños de acceder a los libros, sin importar clase social ni procedencia geográfica; por el otro, siriveron como un medio para controlar a las escuelas privadas, especialmente las de corte religioso.
Una figura fundamental en la vida de Martín Luis Guzmán fue Pancho Villa, en gran parte el imaginario popular retoma el retrato que de él hiciera el escritor en El águila y la serpiente y Memorias de Pancho Villa. En cierta medida, el veterano villista fue responsable de la reivindicación de la figura del “Centaruo del Norte” y de su entrada oficial al “panteón de héroes revolucionarios”. Un mes antes de morir estuvo presente en el homenaje a Francisco villa con motivo del traslado de sus restos mortales al Monumento a la Revolución, donde finalmente descansaría el caudillo norteño al lado de otros revolucionarios; en el mausoleo Villa comparte con su respetado Francisco I. Madero y con su declarado enemigo Venustiano Carranza.
El escritor chihuahuense tuvo una prolífica carrera en el ámbito público, además de los puestos y reconocimientos que ya hemos mencionado, funada la editorial Ediapsa en 1939; funda y dirige, hasta su muerte, la revisa Tiempo de México; fue secretario de la Universidad Nacional de México y director de la Biblioteca Nacional; representa a México como embajador ante la ONU (1953 a 1958); y senador de la República en 1970. En 1940 es nombrado miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, y en 1954 es nombrado miembro de número. La Universidad Autónoma del Estado de México lo nombra en 1958 rector honoris causa y, el mismo año, la Universidad de Chuihuahua le concede el doctorado honoris causa. Un año después López Mateos le otorga el Premio Literario Manuel Ávila Camacho.
Como periodista, en 1908, trabajó en la redacción del periódico El Imparcial; fue fundador de diarios como El debate, Ahora y Luz. Durante toda sus vida fue colaborador constante de diversos diarios y revistas.
El aniversario luctuoso número 36 de la muerte de Martín Luis Guzmán, es un pretexto idóneo para acercarse a este autor, que junto con Mariano Azuela, es considerado fundador y pionero de la novela revolucionaria.

Yo nací en un país donde la luz y las tinieblas, el calor y el frío viven en un concierto eterno. En mi patria se conoce la nieve porque se le ve brillar lejos en las montañas, y se sabe de los ardores del sol porque con sólo tender la mano vienen hasta ella los frutos, ricos y sápidos, de la zona tropical. Pero no encendemos allí chimeneas ni nos hacen falta los ventiladores. El fresco de la noche hace más amable la intimidad de la casa: el de la mañana invita al momento y a la vida. Aquí en cambio el clima es rudo y lleno de desazones.

Un párrafo escrito a mano. Finalizando el otoño, seguramente. Una estación del año sin reposo melancólico, con cielos aburridamente pardos, tristes, a orillas del río Hudson. Y nos gusta imaginar, en esta lectura lejana, como los lejanos lectores que hoy somos, que Martín Luis Guzmán estaba en Nueva York, principalmente triste y extrañando mil cosas que nunca supo que le importaban tanto, cuando escribió aquel texto. Y después confesaba, casi con desamparo, que en el lugar donde estaba, al llegar un día frío todo se volvía recogimiento. “Tarda la luz en llegar, las ventanas no se abren. […] Todo es silencio y nadie llama a los teléfonos, nadie toca los timbres ni las campanas. Las mujeres no charlan ni parlotean los niños.” A orillas del río Hudson, escribe, el invierno quiere cubrirlo todo, extender un manto sordo sobre la tierra y traer sus tempestades silenciosas.

Escritores y exilio, elucubra el pensamiento en primera instancia. O bien: literatos en el extranjero. Federico García Lorca y su Poeta en Nueva York, José Juan Tablada y las mujeres en la Quinta Avenida —tan cerca de sus ojos y tan lejos de su vida—; Silvestre Revueltas y hasta el mismo Octavio Paz recomendando —en inglés— no cruzar el parque de noche y entonces repasar a todos los que estuvieron en la ribera de ese río. (Después, es cierto, es inevitable pensar en Augusto Monterroso llorando a orillas del río Mapocho, riéndose de sí mismo mientras sufre el exilio en Chile y develando, a quien lo quiera oír, las tres cosas más importantes en el mundo para un latinoamericano que un día será escritor. A saber: las nubes, escribir y, mientras puede, esconder lo que escribe.)

Pero Martín Luis Guzmán fue un caso diferente. Nacido en la capital de Chihuahua en 1887, no había cumplido un año de edad cuando su padre, militar de carrera, fue trasladado a la Ciudad de México como instructor de caballería en el Colegio Militar. En Tacubaya, todavía un suburbio de la ciudad, se conjugaban el ideal rústico de la provincia y los destellos iniciales de modernidad. Sus primeros estudios fueron en una escuela de religiosos; la enseñanza tipo confesional incluía rezar el rosario cuatro veces al día, aprendizaje profuso del catecismo y una muy activa participación en los ritos religiosos. Su madre —dicen las malas lenguas de ciertos biógrafos— estaba fascinada con la temprana vocación sacerdotal que parecía tener su hijo y que ella acariciaba.

Su padre le prohibió ir a misa. El pequeño Martín intentó varias veces burlar la vigilancia paterna. Era un militar duro y autoritario, pero no idiota. Decidió mostrarle a su hijo una opción que lo abriera a mundos nuevos y llenos de maravilla: los libros y la lectura. Por sus manos —dicen idealistas biógrafos— pasaron cuentos infantiles, obras de los románticos mexicanos, poemas, novelas, ensayos y todo texto que tuvo al alcance de la mano. Al entrar a la adolescencia, como era lógico, la visión de la vida para Martín Luis Guzmán estaba pintada de colores inimaginables, coronada de reflexiones profundas y sustentadas en una admirable capacidad de observación. De mucho hubo de servirle.

Antes de que Porfirio Díaz cayera, Martín Luis Guzmán ya había estudiado en la escuela de Francisco Javier Clavijero —laica y gratuita— con el método implementado por Enrique Rébsamen, había editado semanalmente su periódico La Juventud, se había graduado de la Escuela Nacional Preparatoria, protestado junto a los integrantes del Ateneo de la Juventud para exigir una educación científica y filosóficamente abierta, y entrado en contacto con Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Antonio Caso y José Vasconcelos. Cuando estalló la Revolución tenía 23 años.

Una tragedia, además de la que comenzaba a vivir el país, habría de marcarlo, otra vez, para cambiar su rumbo. El Coronel Martín Luis Guzmán y Rendón, su padre, tuvo que combatir al lado del ejército federal y murió por heridas de combate en el cañón de Malpaso, al frente de una partida porfirista, apenas un mes después de lanzado el grito contra la reelección de Madero. El escritor fue testigo de la agonía. Y tuvo que ver a su padre herido y derrotado. Otros biógrafos —los conmovidos y sensibleros— dijeron que así como le mostró a su hijo el mundo literario, Martín Luis Guzmán y Rendón, antes de morir, dijo a su hijo que los revolucionarios no eran mala yerba, le pidió tomar las armas y le mostró el sendero político a seguir. La escena pudo haber sido desgarradora pero Martín Luis Guzmán nunca compartió la visión ni las creencias de su padre, no veneró su memoria y lo volvió un afectuoso enemigo en sus recuerdos. Eso sí: se adhirió al maderismo, participó en las manifestaciones que exigían la renuncia de Díaz, denunció a los golpistas en los aciagos días de la Decena Trágica, describió el horrendo asesinato de Francisco I. Madero en el periódico El Honor Nacional y finalmente se integró a las filas de Francisco Villa. En ellas, paradójicamente y como su padre, llegó a ser coronel.

Como apunta Christopher Domínguez, bien puede ser que Martín Luis Guzmán haya ido a la Revolución Mexicana como Stendhal a la campaña de Rusia, para tomar nota literaria de las jaurías humanas. Y es que material no le faltaba, fuentes fidedignas tampoco y su propia mirada —unida a su prosa impecable— fueron suficientes para escribir magníficas novelas como El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa.

Ante el triunfo de Victoriano Huerta, Martín Luis Guzmán se vio obligado a huir con destino al norte. La división que surgió entre los jefes revolucionarios y un fallido encargo de entrevistarse con Carranza en la Ciudad de México lo hicieron prisionero en 1914. Un año después, en 1915, partió al destierro voluntario. Su primer destino fue España, donde no tenemos noticia de que encontrara un río por compañero. En aquel país escribió y publicó su primer libro: La querella de México. La obra comenzaba con una introducción muy clara:
Estas breves notas forman parte de una obra donde se estudian, a la luz de la historia, las cuestiones palpitantes de México y las figuras de la última revolución. Dos motivos me obligan a no dar a la estampa la mayor parte de la obra mencionada: primeramente, el haber yo participado en la Revolución misma; en segundo lugar, mi deseo de suspender, por ahora, todo juicio sobre personas, salvo en los casos indispensables. Como trato de exponer un mal, hago momentáneamente abstracción de las cualidades del pueblo mexicano y sólo me ocupo de algunos de sus defectos.
Así, sin piedad y sin ambages salió a la palestra el primer libro de este escritor que habría de ser considerado “el escultor de la prosa” y el más inteligente transformador de la novela de la Revolución Mexicana.

Su móvil exilio lo trasladó a Nueva York. Ahí concibió su segundo libro, A orillas del Hudson, volumen compuesto mayormente de textos escritos en suelo yankee y publicados por dos periódicos mexicanos: La Revista Universal y El Gráfico.

Aquel nuevo libro y aquella nueva experiencia podrían haber inspirado a Saramago cuando escribió: “Las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río. Si están allí es para que podamos llegar al otro margen, el otro margen es lo que importa”. Y muy ciertamente aquel nuevo río lo llevó a desembocar en una manera de escribir que logró descubrir la realidad de la patria usando una visión interior. De alguna manera trascendental, metafóricamente sensorial, pero esperanzadamente realista. El caudillo y su sombra; las balas que fueron una fiesta; el recuerdo grande, doloroso y antiheroico de su héroe Pancho Villa, de una vida completa, larga, sin abandonar la pluma. Más allá de los éxitos, de su ingreso en la Academia, del novelesco papel de haber sido el autor más largamente censurado —y enlatado— de México; más allá de todo eso, tenemos el río de su recuerdo que —como todo río que se respete— nunca es el mismo cada vez que nos baña. Y otra vez sus palabras desde orillas del Hudson: “Una cosa es ir tajando las olas y desafiar y dominar el viento; otra es nadar haciendo que el cuerpo resbale sobre la masa del agua”.


Revolución / Amor y odio en el Ateneo de la Juventud:

El Ateneo de la Juventud vio la luz primigenia el 28 de octubre de 1909. Como lo afirma Álvaro Matute, no se trató solamente de una asociación cultural, por lo que diversifica su caracterización, llamándolo asimismo generación y grupo. Aunque el matiz generacional puede ponerse a discusión si se atiende a la discrepancia de edad entre algunos de sus integrantes (Luis G. Urbina nació en 1864, mientras que Antonio Caso, en 1883), como grupo, no queda duda sobre su clasificación. En este sentido, las relaciones establecidas entre sus miembros rebasaron los ámbitos de la difusión del saber y del conocimiento y se convirtieron, al paso de los años, en vivencias que exteriorizaron encuentros y desencuentros, como los que cotidianamente ocurren entre todos los seres humanos. Por tanto, en un conjunto tan diverso de personalidades, con talentos innegables, no es extraño que las fricciones, entrelazadas con el engranaje del rumor y del cuchicheo, marcaran el derrotero del proceso de forja de amores y odios difíciles de superar.
Entre el grupo de amigos que inició la aventura ateneísta, destacan nombres que hoy se recuerdan rodeados de cierta mitificación que los ubica en el pedestal de la historia, como si hubieran sido estatuas de bronce que, una vez fundidas, negaran su naturaleza humana. Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos forman un cuarteto que se distinguió por generar entre ellos una suerte de relaciones “peligrosas”, en las que sus caracteres, diversos y particulares, afloraron en defensa de sus posturas personales.
Una vez superado el lapso revolucionario maderista, Martín Luis Guzmán representó una figura de conciliación. El presidente Madero, mediante otro ateneísta, Alberto J. Pani, le solicitó que intercediera, en atención a la amistad que tenía con Alfonso Reyes, para buscar que su prominente padre, don Bernardo, no continuara con la conspiración que fraguaba para derrocar al líder de la Revolución de 1910. Como la historia lo confirmó, esa estrategia maderista, que quiso involucrar a los amigos ateneístas, no resultó satisfactoria.
Otra relación de amistad conflictiva de Martín Luis Guzmán fue la establecida con la figura tutelar del ateneísmo, Pedro Henríquez Ureña. Durante esos años, la correspondencia con Pedro fue constante. Alojado en Washington, D. C., el 11 de mayo de 1915, Henríquez utiliza un acento parco para justificarse por la escasa respuesta a las cartas de Guzmán remitidas con anterioridad, que acompaña con una reflexión que ejemplifica cierto desencanto ante el alejamiento, temporal y espacial, que se había dado entre los amigos ateneístas. Lacónico, Henríquez Ureña no perderá la oportunidad para hacer sentir menos a Guzmán, quien quizá no se ofendía tanto por los ataques abiertos que le remitía el dominicano, pues los tomaba como consejos de un amigo. En este tenor se halla lo siguiente: “Es wise el plan vuestro de quedaros en Madrid. No creo fácil ya para Acevedo el trasladarse a Santo Domingo. Pero ¿de qué pensáis vivir allí? No me explico”. Consideración que menosprecia la capacidad de Guzmán para ganarse el sustento.
La relación entre Guzmán y Henríquez Ureña no terminó bien. Una vez que Guzmán se exilió tras su participación en la rebelión delahuertista, Pedro le comenta a Alfonso Reyes, el 17 de enero de 1924, al referirse a la “inmoralidad” en México: “Martín es un ejemplo: la Secretaría de Hacienda, con De la Huerta, le regalaba 18 000 para El Mundo; Pani se la suprimió. Patrocinaba negocios de la familia de Victoriano Huerta, cobraba dinero por cartas de recomendación; por fin vendió El Mundo a los callistas, la víspera de su huida, y ahora resulta que vendió máquinas y linotipos que no eran suyos. Ahora, viendo perdida la causa de De la Huerta, dejó los Estados Unidos y va para Europa. Ten mucho cuidado con él”. Los lazos de fraternidad, si alguna vez los hubo, nunca se recuperaron.
Por último, cabe destacar un ejemplo de la relación de Guzmán con otro ateneísta primordial, José Vasconcelos. Una vez fuera del país, arrojados por las circunstancias del movimiento armado, quienes después serán considerados como las plumas magistrales del periodo revolucionario establecieron comunicación epistolar. Un punto en común que se refleja en su correspondencia es el sentir anticarrancista que ambos amigos manifestaban. Don José corrobora el sentimiento compartido: “Creo, como tú, que la situación seguirá estática mientras la manejen dos imbéciles malvados como Wilson y Carranza”. A pesar de ello, el alejamiento se dará por una cuestión íntima.
En Perú, Vasconcelos no estaba con su esposa, sino que se había retirado a esas tierras lejanas acompañado de su amante, Elena Arizmendi, a quien nombró como “Adriana” en su obra autobiográfica. Allí expresó: “Me carteaba en aquella época con un amigo íntimo, a quien designaré en este relato con el sobrenombre que le puso Villarreal más tarde: Rigoletto, por causa de una ligera corcova en la espalda y por las malas pasadas que nos jugó a los dos, de diferente manera. Rigoletto era de rostro muy atractivo, con fulgor de inteligencia y malicia en su mirada de ojos azules, bajito de cuerpo, blanco, más bien robusto. Nos tratábamos con gran intimidad y Adriana lo sabía. Sin embargo, no se me había ocurrido escribirle a propósito del viaje de Adriana a Nueva York. […] Nunca escribí acerca de ella a mis amigos, ni a los amigos comunes”, aseveración que puede considerarse falsa, si nos atenemos a las palabras que efectivamente escribió a Guzmán el 18 de octubre de 1916: “Querido Martín: ¿Por qué no me escribes? Les he escrito yo, he estado muy solo, sin un amigo […]. La víbora que durante algunos años traje enmarcada en el corazón por fin se ha desatado y se fue, pero me ha dejado veneno”.
Con tal aseveración, no extraña que Guzmán haya aprovechado para probar las mieles del amor de “Adriana”, a riesgo de salir también envenenado. Lo cierto es que la amistad se fracturó definitivamente, y el paso de los años no logró resarcirla.
Martín Luis Guzmán falleció a los 89 años de edad, el 22 de diciembre de 1976. Fue el último ateneísta. A pesar de sobrevivir por 30 años a Henríquez Ureña y por 17 a Vasconcelos y Reyes, no se refirió a ellos con denuestos o agravios una vez que desparecieron físicamente. Al contrario, después de sus respectivas defunciones, se expresó siempre de manera encomiosa sobre los amigos que se le adelantaron.
Las polémicas protagonizadas por ellos en vida ya son parte del pasado. Hoy las trajimos a colación sólo para enunciar que los personajes de la historia no deben ser considerados héroes o villanos, sino solamente hombres y mujeres con luces y sombras, de carne y hueso, que patentizan sus emociones y pasiones en el mundo de la acción.



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